Hilary Escalante para país narrado
No recuerdo la primera vez que sentí atracción por una mujer. Tal vez porque, al principio, se sentía como algo natural e inherente a mi propio ser. Durante mi infancia, recuerdo jugar con otras niñas a la casita, también recuerdo algunos primeros besos con otra niña de mi edad; recuerdo las nalgadas que me dieron mis papás como consecuencia y el llanto de mi mamá que me marcó de por vida. Ese día entendí, a la más corta edad en la que tengo recuerdos, que eso no podía ser una posibilidad, que estaba mal porque hacía llorar a otros.
En la primaria, recuerdo comenzar a relacionarme con niños. Teníamos intereses similares y las afinidades no tardaron en aparecer. Luego, el interés romántico que se suponía tenía que aparecer porque las demás niñas ya lo estaban “sufriendo”, yo no me podía quedar atrás. Tuve varios pretendientes durante la primaria y el bachillerato, esas experiencias me dieron tiempo y personas con las que sentir cosas nuevas, creí haber experimentado el amor un par de veces, pero, por alguna razón que no entendía en ese entonces, ese “amor” que sentía me parecía superficial e incompleto. Sabía que era demasiado joven para que aquello fuera amor de verdad y le eché la culpa a mi edad, aunque mis amigas ya estuvieran sufriendo de corazones rotos y que, para mí, esas rupturas no fueran el fin del mundo.
El cliché de las lesbianas es enamorarse de la mejor amiga y cuando me pasó a mí, entendí por qué todas las experiencias anteriores se habían sentido tan incompletas. Yo tenía 14 años, en mis audífonos sonaba All the things she said, había descubierto the Word de forma fortuita, como una revelación y, de pronto, volvía la posibilidad a mirarme a los ojos. Era como si todo el universo estuviese resonando para que me diera cuenta de que mis intereses románticos no estaban dirigidos a los hombres y esos referentes me ayudaron a darme cuenta de que las lesbianas existen y lo que viví y sentí de niña era mucho más que un sueño lúcido. Tuve mi primera experiencia romántica con una mujer, con mi mejor amiga de aquel entonces y me rompió el corazón por primera vez. Ese día entendí a mis amigas y sus guayabos, sí se sentía como el fin del mundo.
Hasta aquí todo bien, por fortuna, aceptar mi sexualidad no supuso un trauma, sino una liberación, un encuentro conmigo misma. Ojalá todo hubiese sido tan fácil con el mundo fuera de mí. Mi madre siempre ha sido una persona con una necesidad espiritual latente, ella había probado distintas religiones, pero no lograba llenar su vacío. Para aquel entonces, se unió a los testigos de Jehová y con ellos encontró paz, pero para mí los problemas recién comenzaban.
Mi salida del closet fue aparatosa, hubo lágrimas, frases hirientes e incluso violencia. Recuerdo que los golpes que recibí en la adolescencia me teletransportaron a las nalgadas del principio, pero esta vez, aquellos golpes fueron mucho más devastadores, no solo por la fuerza de la mano de mi madre, sino por lo que se rompía dentro de mí. Ahí empezó la lucha de mi madre por intentar convertirme en una persona “normal”. Primero, me llevaron al psicólogo, por supuesto. Es una anécdota graciosa, recuerdo que entré primero, hablé con la psicóloga y salí, después entró mi mamá y finalmente entramos juntas. En el consultorio, la doctora le dijo a mi mamá en mi presencia que yo parecía estar muy clara de mis preferencias sexuales y que ella debía asistir a más sesiones para que la ayudaran, en el proceso de aceptarme. No lo podía creer y por la cara de molestia de mi mamá, ella tampoco. Recuerdo que ella salió molestisima del consultorio y decir que la psicóloga estaba loca.
Pasaba el tiempo y mi mamá seguía haciendo intentos de cambiarme, lo siguiente fue llevarme a su terreno y obligarme a estudiar la biblia con los testigos de jehová. Recibí estos estudios bíblicos un par de años. La discriminación que recibía era brutal, tanto de mis amigos, como de mis padres y mi hermana. No tenía a nadie a quién contarle como me sentía y, aunque mi mamá nunca me echó de la casa realmente, era asfixiante vivir con ella, el trato era glaciar y el silencio era sepulcral y casi permanente. Trataba de salir de casa en la mañana y volver en la noche todos los días que tuviese alguna excusa. Fueron años muy solitarios y dolorosos en los que consideré que lo mejor era desaparecer en más de una ocasión. Coquetee con el suicidio muchas veces y mi conducta era autodestructiva, pero si algo es una verdad absoluta es que todo pasa.
Mi madre y yo tuvimos altibajos. Al final, decidí separar mi vida personal de mi vida familiar y las cosas se calmaron, mi mamá se abrió a la idea de que yo era lesbiana y que no me iba a poder cambiar, pero sin aceptarlo abiertamente y yo empecé a abrirme y a compartir un poco más de mi vida con ella. Llegó a conocer a mis parejas y a consolarme en mis guayabos. Sin embargo, cuando llegó la pandemia, quizás a causa del confinamiento, mi mamá llegó a un punto de quiebre y la discriminación volvió con fuerza, junto con mis ganas de ponerle fin a todo. Ese día salí de mi casa y me quedé una temporada en la casa de mi novia, en defensa propia y para velar por mi salud mental. Después, poco a poco, las cosas fueron mejorando. Incluso hoy puedo decir que tengo una buena relación con mi mamá e, incluso, ella se lleva bien con mi novia.
Espero que en esta anécdota los chamos que están viviendo discriminación por parte de su familia encuentre un poco de consuelo. Tengan por seguro que todo pasa y que siempre viene algo mejor.